Siempre me he considerado una madre confiada. Casi nunca miro a nadie a los ojos ni me quedo cerca de ellos, y quiero creer que mi hija lo sabe.
Aun así, a veces la confianza se pone a prueba, como el domingo por la tarde, cuando oí risas y voces apagadas que provenían de detrás de la puerta cerrada de su dormitorio.
Mi hija tiene catorce años y su novio, también de catorce, es educado, gentil y, para un adolescente, sorprendentemente respetuoso
Nos saluda cada vez que entra, se quita los zapatos en la puerta y me da las gracias cuando llega a casa.
Él la visita todos los domingos y pasan horas juntos en su habitación. Me recuerdo que solo están pasando el rato, pero cuando las risas se calman y la puerta se queda bien cerrada, mi imaginación empieza a vagar.
Ese día intenté mantener la calma y darle la privacidad que siempre le prometo.
Pero entonces una vocecita en mi cabeza empezó a preguntarme: “¿Y si…?”. ¿Y si pasa algo que debería saber? ¿Y si estoy siendo demasiado confiada? Sin darme cuenta, ya caminaba lentamente por el pasillo.
Y cuando llegué a la puerta, la abrí con cuidado, sólo un poquito.