Sin saber que su esposa acababa de heredar un imperio de mil millones de dólares, sus suegros y su amante la echaron de su casa…

Tres años estuve enamorada de Mason Turner, un hombre cuyo apellido resonaba en los pasillos de los negocios familiares de Madrid. Creí en su amor hasta que la verdad explotó ante mis ojos en el hospital donde di a luz. Mason estaba sonriendo junto a otra mujer, Brianna, cuyo embarazo él celebraba públicamente como si fuera su verdadera familia. Una foto, un mensaje, y mi mundo se desmoronó: había sido una broma, una apuesta, un juego para humillarme.

Ese mismo día, Margaret Turner, su madre, y su hermana Brooke irrumpieron en mi habitación. Sus miradas eran filosas, sus palabras calculadas. Daniel, su padre, me presentó un divorcio para firmar inmediatamente. Brianna se acercó con una sonrisa cruel, asegurando que la prueba de ADN demostraba que Hazel no era hija de Mason. El miedo y el dolor me paralizaron; entre lágrimas y la presión de no perder a mi hija, firmé los papeles.

Me sacaron del hospital, me arrojaron a la nieve frente a su mansión en las afueras de Madrid, mientras Hazel lloraba en mis brazos. Cada paso sobre el mármol helado resonaba como una sentencia. La humillación fue total: mis pertenencias tiradas, mi locket desaparecido, mi teléfono confiscado. Sentí que el mundo se había cerrado, que la vida que conocía se había terminado.

Pero en medio de la tormenta, apareció un hombre impecable con un paraguas: un abogado que me entregó una noticia que cambió todo. Mi abuelo, Robert Carter, había dejado a mi madre y a mí un legado de 2,3 mil millones de euros. Mi vida había sido destruida, pero también tenía en mis manos el poder de reconstruirla. Aquel poder no era para venganza inmediata, sino para planear cada movimiento con precisión.

 

 

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