La sala estalló en risas.
Mi hermano se lastimó la rodilla.
Mi madre se llevó la mano a la boca para ocultar su sonrisa.
Mi cuñada susurró en voz alta: “Bueno… esto es vergonzoso”.

Me ardía la cara. Me sentí humillado, traicionado y tonto. Las lágrimas brotaron de mis ojos y se derramaron sin que pudiera contenerlas.
Pero el abogado no se rió. En cambio, me entregó un pequeño sobre cerrado pegado con cinta adhesiva al lateral de la caja.
“Tu abuela quería que abrieras esto en secreto”, dijo, mientras toda la familia se inclinaba hacia él, ansiosa por más entretenimiento.
Me temblaban las manos al deslizar el dedo por la solapa. Una pequeña nota escrita a mano cayó en mi palma: su letra, temblorosa, pero inconfundiblemente suya.
Lo leí en voz alta porque todos ya estaban mirando:
“Amor mío,
estos relojes no son lo que parecen.
Mira más profundamente, mira con atención y confía en lo que solo tú sabes.”
Mi hermano volvió a reír. “¿Quizás retrocedan en el tiempo?”
Pero entonces algo más cayó del sobre: algo más grueso.
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