Lisa me dedicó una sonrisa radiante. “Mucho mejor. Rick incluso recibió una bonificación”.
Siguiendo sin saber nada del préstamo. Ni siquiera me miró a los ojos. Esa noche, algo se endureció en mi interior. No se les olvidaba. No tenían problemas. Simplemente no pensaban pagarme.
Meses después, tras una acumulación de excusas, me enfrenté a Rick en su patio después de Acción de Gracias. El aire era cortante y frío. Me temblaban las manos, no por la temperatura.
“Han pasado dos años”, dije. “¿Cuál es tu plan de pagos?”
Dudó demasiado. Luego se encogió de hombros. “El año que viene, quizá. Pagos mensuales o algo así”.
Lo miré fijamente. “Te di la mitad de mis ahorros para que te quedaras con tu casa. Estás comprando muebles y tomándote vacaciones. No finjas que no puedes pagarme”.
Se puso rígido. “Estás bien, Ivy. Puedes permitirte esperar.”
Y en ese momento finalmente comprendí: para ellos, nunca había sido un préstamo. Era un regalo, porque yo era la confiable, la estable, la que “no lo necesitaba”.
Los corté. Bloqueé sus números. Les dije a mis padres que no esperaría a las reuniones si estaban allí. Perder a mi hermana duele mucho más que perder el dinero; una traición tiene un peso que aplasta todo lo que está debajo.
La vida siguió adelante. Mi negocio creció. Mis talleres se convirtieron en algo más grande: una comunidad para mujeres que reconstruían sus vidas. Me encantaba ese trabajo. Se sentía real.
Entonces mi prima me llamó y me dijo algo que debería haber sabido antes: Rick había pedido dinero prestado a otros —mi tía, mi tío, sus propios padres— siempre con el mismo patrón. Nunca lo devolvía. No era una desgracia. Era un hábito.