Mi padre me echó de casa cuando supo que estaba embarazada; dieciocho años después mi hijo lo visitó.
Me miró con la mandíbula apretada, como si pudiera convencerme de cualquier cosa. Al no conseguirlo, su expresión cambió, no a ira, sino a algo peor: desprecio.
—Tienes diecisiete años —dijo en voz baja—. ¿Y decides tirar tu vida por la borda por un pobre chico que apenas puede valerse por sí mismo?
—No voy a tirar nada —dije con calma pero con firmeza—. Puedo hacerlo. Lo haré.
Padre hablando con su hija | Fuente: Midjourney
Empujó la silla hacia atrás y se puso de pie. Caminó hacia la puerta principal y la abrió.
—¿Quieres criar a un hijo ilegítimo con un chico pobre? —murmuró, mirando hacia la calle más allá del porche—. Pues hazlo tú misma.
Eso fue todo. Sin gritos. Sin preguntas. Solo una frase que lo puso fin a todo.
Tenía diecisiete años. Y de repente me encontré sin hogar.
Adolescente en apuros | Fuente: Midjourney
Mi padre, un conocido empresario propietario de una próspera cadena de talleres de reparación de automóviles, nunca me prestó la más mínima atención.
Ni una sola llamada. Ni un centavo. No creo que jamás me haya buscado.
Yo le hice la cama. Y él simplemente me dejó tumbarme en ella, sin importar lo fría o rota que estuviera.
El padre de mi hijo tampoco duró mucho. Dos semanas después de irme de su casa, dejó de contestar mis llamadas. Me hizo promesas, dijo que me apoyaría, que haría lo que fuera necesario. Pero las promesas no pagan pañales. Ni el alquiler. Ni las facturas del hospital.