Ella nos dijo que esta nota significaba más para nosotros de lo que podía expresar con palabras.
Ella confesó en voz baja que trabajaba turnos dobles mientras cuidaba a un familiar enfermo y que la presión finalmente la abrumó.
La ira de mi esposa se disipó al instante; ella también abrazó a la joven, mientras la camarera nos agradecía repetidamente. Lo que podría haber terminado en amargura se convirtió en un momento de inesperada amabilidad.
De camino a casa, mi esposa admitió que estaba segura de que había vuelto a quejarme. Le dije que a veces la gente no necesita castigo, sino compasión.
Un pequeño gesto no puede aliviar la carga de alguien, pero puede hacerlo sentir menos solo. Esa noche nos hizo comprender a ambos lo fácil que es juzgar un solo momento sin conocer su historia.
Cuando entramos en el camino de entrada, mi esposa me apretó la mano y susurró: “Me alegro de que lo hayas hecho de esta manera”.
Y honestamente…yo también.