Mi padre no era una persona emotiva. Mostraba sus sentimientos con moderación, nunca los expresaba libremente. Las reglas eran las reglas, y su amor venía con ciertas limitaciones, a menudo tácitas, siempre rígidas.
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Él creía en la disciplina, las apariencias y la manera “correcta” de hacer las cosas, que generalmente significaba la suya. Así que cuando, siendo adolescente, me senté con él para contarle la verdad más vulnerable de mi vida, supe que estaba cruzando una línea que jamás podría volver a cruzar.
Adolescente estresada | Fuente: Pexels
Todavía recuerdo la forma en que me miró cuando le dije que estaba embarazada.
Era martes por la noche. Él estaba sentado a la mesa de la cocina, con las gafas puestas, hojeando el periódico como si fuera un día cualquiera. Me temblaban las manos.
—Papá —empecé—, tengo que contarte alg
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No levantó la vista. “¿Sí?”
“Estoy embarazada”.
Hombre leyendo un periódico | Fuente: Pexels
Finalmente, levantó la vista. Y entonces… nada. No se movió. Ni siquiera parpadeó.
El silencio se prolongó hasta oprimirme el pecho.
—¿Quién es el padre? —preguntó con voz ronca e ininteligible.
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Un momento de silencio.
—¿Vas a quedarte con el bebé? —preguntó.
“No”.
Padre hablando con su hija en la cocina | Fuente: Midjourney
Se reclinó en su silla, exhalando lentamente por la nariz. —Piensa bien en lo que estás diciendo ahora.
—Sí, me lo quedaré —respondí—. Y no cambiaré de opinión.
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