El niño no solo no fue atacado, sino que ocurrió algo mágico que nadie creía posible. Una historia que os hará creer que la inocencia puede domar incluso a la bestia más salvaje. Finca, Los Olivos, campiña sevillana, Andalucía. Una hacienda ganadera que en otros tiempos fue el orgullo de la familia Hernández, pero ahora todos hablaban solo de él.
Trueno. Un toro negro de raza brava, 800 kg de músculos y rabia que aterrorizaba a hombres y animales desde hacía 3 años. Ese maldito toro tiene que ser sacrificado dijo el alcalde Ruiz al propietario de la finca, José Hernández, de 65 años. Es demasiado peligroso. José miró el corral reforzado donde Trueno caminaba nervioso, sus ojos negros brillando con una furia ancestral. No puedo, alcalde.
Era el toro favorito de mi hijo Carlos antes de que muriera en el accidente. Es todo lo que me queda de él. José, ese toro mandó al hospital al doctor Morales. Ha destruido tres corrales y ayer casi mata al nuevo veterinario. José sabía que el alcalde tenía razón, pero no podía resignarse. Trueno no siempre había sido así.
Tres años antes era dócil, cariñoso con Carlos, que lo cuidaba cada día. Pero cuando Carlos murió en un accidente de tráfico, algo en el toro se rompió, como si hubiera perdido la fe en la humanidad. Le doy una semana más, dijo José con voz quebrada. Si no encontramos una manera de calmarlo, una semana, acordó el alcalde, después tendrá que llamar al matadero.
Lo que ninguno de los dos sabía era que el destino estaba a punto de traer a su finca un pequeño milagro de 4 años, un niño que lo cambiaría todo. Tres días después, un coche se detuvo frente a la finca Los Olivos. Se bajó Luis Martín, de 35 años, veterinario de Sevilla, junto con su hijo Pablo, de 4 años, con el pelo rubio y los ojos azules llenos de curiosidad.
“Papá, ¿de verdad hay vacas?”, preguntó Pablo saltando emocionado. “Sí, pequeño, pero recuerda, quédate siempre cerca de papá, ¿vale?” Luis había sido llamado como último intento para salvar a Trueno. Su especialidad eran los animales traumatizados y tenía una reputación legendaria en toda Andalucía. José los recibió con alivio. Dr.
Martín, gracias por venir. Espero que usted consiga lo que todos han fallado. Ya veremos dónde puedo dejar a mi hijo. No pude dejarlo en casa. La señora Carmen, mi ama de llaves, puede cuidarlo en la cocina. Pero Pablo no tenía intención de quedarse en la cocina. Era la primera vez que veía una finca de verdad y sus ojos brillaban de maravilla.
Mientras los mayores hablaban de estrategias y tranquilizantes, Pablo se escabulló silenciosamente de la casa. El mundo de la finca era mágico. Gallinas que picoteaban, cerdos que osaban y a lo lejos el sonido profundo de un mugido que hacía temblar el aire. Pablo siguió ese sonido como hipnotizado. Llegó frente al corral reforzado y vio algo que lo dejó sin aliento.
El toro más grande que había visto jamás. Negro como la noche, con cuernos afilados y ojos que parecían contener toda la tristeza del mundo. “Hola, toro”, susurró Pablo sin miedo. Trueno se volvió hacia esa vocecita y se detuvo en seco. Por primera vez en 3 años alguien lo estaba mirando sin miedo a los ojos. Y ese alguien era un niño que le recordaba dolorosamente a Carlos. Pablo.
El grito desesperado de Luis resonó por toda la finca. José, Luis y Carmen corrieron hacia el corral imaginando lo peor, pero cuando llegaron se quedaron petrificados por la escena que vieron. Pablo estaba apoyado en las rejas del corral y Trueno estaba a pocos centímetros de él, inmóvil.