Los dos se miraban a los ojos como si se estuvieran hablando en un idioma secreto. “Que nadie se mueva”, susurró Luis, el corazón latiéndole a mil por hora. Papá, mira qué bonito, dijo Pablo sin apartar la mirada del toro. Tiene los ojos tristes como cuando yo lloro. Trueno dio un paso adelante y todos contuvieron el aliento.
Pero en lugar de envestir, el toro bajó su cabeza maciza y la acercó a las rejas, justo donde estaba la manita de Pablo. “Pobre toro,” dijo Pablo con la dulzura típica de los niños. “Estás triste, ¿verdad? e hizo algo que ningún adulto había osado hacer. Alargó la mano a través de las rejas y tocó delicadamente el hocico de trueno.
El toro no se movió, no envistió, no mujió amenazante. Se quedó inmóvil, como si ese toque inocente hubiera roto una maldición. “Dios santo”, susurro José con lágrimas en los ojos. No me lo puedo creer. Luis se acercó lentamente. Pablo, ven aquí con papá. Pero papá me gusta, solo está triste. ¿Cómo sabes que está triste? Tiene los mismos ojos de cuando el abuelo se fue al cielo.
Los ojos de cuando alguien que querías ya no está. José sintió que se le partía el corazón. Ese niño de 4 años había entendido en 5 minutos lo que ellos no habían entendido en 3 años. Trueno no era malo, estaba de luto y había reconocido en Pablo la inocencia que había perdido con Carlos. “¿Puedo venir a verlo mañana?”, preguntó Pablo mientras Luis lo cogía en brazos.
“Pequeño”, dijo José con voz emocionada, “puedes venir cuando quieras.” Pero lo que nadie sabía era que Trueno había reconocido en Pablo algo más que simple inocencia. Había reconocido un alma gemela. Los días siguientes fueron los más extraordinarios en la historia de la finca Los Olivos. Cada mañana Luis traía a Pablo a la finca mientras trabajaba con otros animales y el niño corría inmediatamente hacia Trueno.
“Hola, amigo Toro!”, gritaba Pablo. Y Trueno respondía con un mugido que parecía más un saludo que una amenaza. José observaba incrédulo esa transformación. Con Pablo cerca, Trueno se volvía dócil como un cordero. Comía de sus manitas, se dejaba acariciar a través de las rejas y parecía incluso sonreír. Es un milagro, decía Carmen secándose las lágrimas.
Es como si ese niño hubiera traído de vuelta a nuestro trueno de antes. Pero Luis estaba preocupado. José, es hermoso lo que está pasando, pero no puedo traer a mi hijo aquí cada día. Tengo que volver a Sevilla. ¿Y si os quedaráis aquí? Propuso José de repente. ¿Cómo? Necesito un veterinario fijo. El sueldo es bueno y hay una casita libre aquí en la finca.
Pablo podría crecer en el campo al aire libre. Luis lo pensó. Había enviudado dos años antes y criar a Pablo solo en Sevilla no era fácil. ¿Puedo pensarlo? Esa noche Pablo le dijo a su padre, “Papá, el toro me ha dicho que quiere que nos quedemos.” Los toros no hablan, pequeño. No, pero miran. Y en sus ojos había escrito, “No te vayas.
” Luis miró a su hijo y vio una felicidad que no veía desde que murió su esposa. ¿Qué te parece si nos mudáramos aquí? De verdad. Los ojos de Pablo se iluminaron. ¿Puedo estar siempre con mi amigo Toro, siempre? Pero al día siguiente algo salió terriblemente mal. Una mañana lluviosa, Pablo corrió como siempre hacia el corral de Trueno, pero encontró una escena que lo asustó.
Tres hombres uniformados estaban montando lo que parecía una jaula gigante en un camión. ¿Qué estáis haciendo? Preguntó con la vocecita temblorosa. Uno de los hombres, un inspector veterinario de la Junta de Andalucía, lo miró con suficiencia. Vamos a llevarnos ese toro peligroso, niño. Órdenes del ministerio. Pero no es peligroso, es mi amigo.
Los toros de ese tamaño siempre son peligrosos. ¿Será mejor así? Pablo corrió a llamar a José, que llegó con el rostro devastado. Inspector, por favor, el toro ha cambiado. Ya no es agresivo. Señor Hernández, después del incidente de anoche. No podemos esperar más. ¿Qué incidente? El toro destruyó el corral y vagó por los campos toda la noche.
Podría haber sido una masacre. José palideció. Era verdad. La noche anterior, durante una tormenta, Trueno se había escapado, pero no había hecho daño a nadie, solo estaba asustado por los truenos. “No lo entendéis”, lloró Pablo. Estaba asustado. “Yo también tengo miedo de los truenos.” El inspector no quiso escuchar razones.